Cuaderno de viaje: Corea del Sur – Beomeosa
Una de las ventajas de viajar sola es experimentar todo de una forma más introspectiva, con un diálogo interior que bulle incesante, especialmente cuando dejas a un lado la guía y te dejas llevar por la intuición, descubriendo lugares increíbles y llenos de encanto. Como me sucedió con el Templo de Beomeosa.
Después de una agradable ruta por la costa este en compañía de los mejores guías -¡Vicky y Heetak, sois unos soles!- llegamos a Busan, en donde alargué mi estancia durante dos días más antes de regresar a la ordenada Seúl. Para los que no conocen Busan, es una ciudad estimulante en cuanto a ocio y gastronomía. También es un lugar de veraneo masificado por sus playas, sí, pero todo rodeado de montañas, como no podía ser de otra forma. Y es que lo que más amé de este país fueron sus interminables montañas, repartidas por doquier.
Pico Go Dang Bong ¡801.5 ms!
El Templo de Beomeosa esta situado en el monte de Geumjeongsan, franqueado de valles, bosques y senderos que hacen las delicias de los más montañeros. Es un complejo con varios edificios repartidos en la falda del monte y es un lugar donde se celebran multitud de ritos y celebraciones budistas, por lo que siempre está bastante concurrido.
Mis «padrinos» en Go Dan Bong
Mi idea inicial fue la de visitar el templo y después la fortaleza, pero me emocioné siguiendo uno de los caminos que rodeaban uno de los pabellones y acabé subiendo al pico de Godangbong (801.5 mt.), apadrinada por un simpático matrimonio coreano, con los que puse en práctica el kit de supervivencia en coreano. En la foto observaréis que él llevaba los pies desnudos. Creedme cuando os digo que subió de esta guisa y no le oí quejarse ni una vez y cuando le pregunté si le dolía se limitó a sonreír.
Vista del pico Go Dang Bong desde la fortaleza
Una vez en el pico me despedí de ellos con la excusa de hacer más fotos y me senté por allí disfrutando de la brisa y de las vistas. Busqué mi próxima parada: uno de los puestos de vigilancia de la fortaleza y me dirigí en aquella dirección mientras pensaba que una vez allí podría preguntar como ir al templo.
Fortaleza de Geumjeong, reconstrucción del siglo XVIII
Cuando llegué había un montón de montañeros que me observaron mientras inspeccionaba el sitio. Imaginaos la situación, una hiker extranjera con su camarón de fotos y su gorro de guiri y saludando en coreano (de lo poco que sabía decir); casi todos me respondían muy amables con una gran sonrisa, y es que, como ya comentaba anteriormente, hay mucha montaña en Corea y por tanto, mucho aficionado a ellas.
Foto que me hizo un simpático montañero
Dejé la fortaleza y comencé a descender por un camino plagado de rocas -una prueba más para mis delicados tobillos- hasta que una remota melodía de cantos budistas me confirmó lo que sospechaba, el Templo de Beomeosa estaba allí. Escondido entre árboles, crucé un pequeño puente de piedra a mi izquierda, subí una escalinata y de repente surgió, arropado por la montaña. Al fondo justo sobre el tejado se adivinaba el pico que horas antes había coronado. Era un lugar lleno de calma y relax. No me atreví a interrumpir a las personas que estaban rezando junto con el monje que oficiaba al ritmo de la percusión de calabaza tan característico. Me quedé alrededor de una hora dibujando y descansando -habían sido como cuatro horas de marcha y mis pies ardían con el calor- y recargué pilas antes de regresar al autobús.